Los orígenes de la Caballería
La creación de La Caballería
La Caballería no apareció de improviso, ni fue un destello que
floreció fugazmente para apagarse casi enseguida.
Por el contrario, su
aparición se basó en raíces muy hondas y fue el resultado de una larga
evolución en la que influyeron diversos acontecimientos históricos.
Se dice que la Caballería, por su aspecto belicoso, procede de los pueblos
germánicos, e incluso de los denominados "bárbaros" que basaban toda su
fuerza de combate en este elemento.
Es posible que esto sea así, que con
anterioridad los romanos, cartagineses, etc., lo basaban todo en la
fuerza de los infantes, aunque también utilizaran el caballo como
complemento en las acciones bélicas, pero en mucha menor medida que las
célebres legiones de la Roma Imperial o los elefantes del cartaginés
Aníbal.
Acaso tienen razón los que le achacan su nacimiento en ciertas
ceremonias que en pleno bosque, delante de toda la tribu congregada al
efecto, se celebraban en la antigua Germania cuando el joven apto para
la guerra recibía solemnemente las armas, otorgándole el caballo, es
decir "armándole" caballero y dispuesto para la guerra.
Después de las invasiones de los bárbaros (por cierto no estará de
más dejar constancia de que la traducción de esta voz significa
"extranjeros" éstos, en su contacto con las civilizaciones
occidentales, fueron abandonando a sus antiguos dioses y entrando,
paulatinamente en la religión católica.
Siendo paganos, los bárbaros
llevaban en la sangre el paganismo, siendo sus costumbres extremadamente
toscas, violentas y dando tan poco valor a la vida, que no les importaba
morir en el combate.
Aquel que desee conocer en profundidad lo que eran
aquellas tribus de feroces guerreros, lo único que tiene que hacer es
indagar sobre las Sagadas nórdicas y germánicas donde encontrará escenas
de auténtico salvajismo y de una ferocidad sin límites.
La Iglesia, por su carácter, era opuesta a la guerra aunque, eso sí,
admitía el derecho a la defensa.
Aquello de si te golpean en la mejilla
derecha pon la izquierda está muy bien en los Evangelios, pero en la
práctica suele dar pésimos resultados.
Bien está no ser jamás el
agresor, pero si eres agredido, nadie debe imponerte una sumisión tal
que te convierta en la víctima de un energúmeno.
La fuerza, siempre que
esté al servicio de la defensa y, sobre todo del Derecho, no solamente
es necesaria sino imprescindible si se quiere mantener el orden donde
amenaza el caos.
Por tanto, la Iglesia llevó en este aspecto un trabajo
muy importante que fue nada menos que captarse a los bárbaros oponiendo
a su ferocidad una misión de paz, lo que le costó no pocos mártires y
ahí está la historia para demostrarlo.
No fue fácil convertir a los
bárbaros al cristianismo, muy al contrario, no fue poca la sangre que
hubo de derramarse antes de conseguirlo, pero se logró y eso es lo que a
larga interesa.
Convertidos pues, aquellos pueblos violentos a la fe cristiana,
mientras perduraba la influencia del Imperio de Occidente y llegaban las
influencias de la civilización bizantina, los jefes de los que en un
paso cercano habían sido hordas indisciplinadas y feroces, ahora ya
medianamente culturizados, sostenían en su interior una violenta pugna
entre su deseo de ajustarse a las normas cristianas en las que ya creían
y su natural impulso de la guerra.
Fue trabajo ímprobo ir logrando dominar tales tendencias para ser
suplantadas por sentimientos de nobleza y generosidad, así como de
compasión, lo mismo que enseñar a proteger al débil y respetar y
proteger a la mujer.
Tales sentimientos fueron ganando terreno, acaso porque el fuerte a
veces, consciente de su propio poder, se siente inclinado a defender a
aquellos que él considera que para nada pueden perjudicarle o, por el
hecho de que el señor feudal gobernaba más o menos arbitrariamente, en
ocasiones contemplaba con cierta compasión, no exenta de desdén, que
todo hay que decirlo, a los siervos que le estaban sometidos.
Pero el resultado de tan arduo trabajo fue nada menos que convertir
al bárbaro guerrero en un paladín de la Iglesia, en un hombre de armas
dispuesto a la batalla para defender el ideal cristiano, y de ahí a
inculcarle los sentimientos de respeto hacia la mujer, y comportarse con
nobleza ante el enemigo, ajustándose a ciertas leyes morales, ya tan
sólo existió un paso que fue dado.
A partir de que tal cosa se
consiguiera puede decirse que nació la Caballería y con ella el concepto
de caballero.
Para llegar a ser calificado como tal era preciso ajustarse a unas
reglas morales en las que no tenían sitio la cobardía, la vileza, la
traición o la bellaquería.
Un caballero tenía que ser generoso con sus
enemigos, noble en el combate, respetuoso con la mujer y protector en
toda ocasión del débil, ajustando siempre y en todo momento su norma de
conducta a la rigurosa justicia.
La Caballería fue pues, en su origen una forma cristiana dentro de la
condición militar.
Y el caballero, un soldado cristiano, o lo que es lo
mismo tanto en la guerra como en la paz, debía de ajustar su norma de
conducta a la religión en la que él creía.
Fue la Caballería una gran
institución religioso-militar con sus ceremonias propias y sus órdenes
de monjes-guerreros.
Las enseñanzas y obligaciones de todo aquel que
ingresaba en la Caballería se podrían resumir en diez normas:
1 Creer las enseñanzas de la Iglesia y obedecer sus mandamientos.
2 Proteger a la iglesia.
3 Defender a los débiles.
4 Amar al país en el que se ha nacido.
5 No retroceder jamás ante el enemigo.
6 Guerrear contra los infieles.
7 Cumplir los deberes feudales.
8 No mentir y ser siempre fiel a la palabra empeñada.
9 Ser dadivoso y liberal con todos.
10 Combatir todo lo malo, defender todo lo bueno.
La Caballería tuvo sus momentos de florecimiento durante los siglos
XI y XII reclutándose principalmente entre los miembros de la nobleza.
No obstante y en honor a la verdad, hay que decir que entretanto
existían señores feudales que estaban prestos a acudir de inmediato a la
llamada de la Iglesia o de su Rey, otros hacían oídos sordos prefiriendo
guerrear con sus vecinos en los que en la mayoría de las veces no eran
otra cosa que acciones de rapiña.
El ideal caballeresco recibió distintas influencias, y no era de
despreciar el choque existente entre el concepto del feudalismo y la
vida social.
Pero, con sus defectos y todo, como toda obra humana, la
Caballería rindió enormes servicios en la defensa de la cultura
occidental.
Luego decayó, fue degenerando.
Se introdujo un nuevo tipo de caballero y el generoso, leal,
desprendido, valiente y dispuesto en todo momento a la protección del
débil, fue poco a poco siendo desplazado por otros que se ofrecieron
como bravucones, dilapidadores, buscadores de aventuras y dados a
olvidar las obligaciones que su condición de caballero les imponían.
Pero no vemos lo malo, sino lo bueno.
La Caballería, en sus orígenes y durante dos siglos, fue una noble
institución que, como hemos dicho, rindió inapreciables servicios no
sólo al ideal cristiano sino a la causa de la civilización occidental.
Gracias a ella se hicieron posibles las Cruzadas y es innegable que la
verdadera Caballería legó a las generaciones sucesivas valiosos
elementos culturales y morales que se incorporaron definitivamente a la
ideología contemporánea.
Las Cruzadas, de las que nos ocuparemos con más detenimiento en
capítulos sucesivos, fueron las grandes expediciones militares a
Palestina durante los siglos XI hasta el XIII inclusive.
Los sentimientos cristianos, el ansia de conocer los lugares donde
sufrió la Pasión el Redentor, la desesperada ilusión de rescatar
aquellas tierras para el cristianismo, unido a la afición aventurera y
guerrera, la amenaza que para Occidente se encerraba en el poder
musulmán, todo contribuyó a aquellas gestas de la Caballería.
De las Cruzadas se derivaron muchos aspectos positivos.
Aún enfrentadas en una guerra dos civilizaciones, la occidental y la
oriental llegaron a conocerse, algo que quizás de no existir las
Cruzadas, no se habría producido.
Las Cruzadas y la Caballería sirvieron, dejando aparte los motivos
religiosos que las impulsaron, para contener el poder musulmán,
deteniendo una posible invasión de Europa por parte de aquellos pueblos
del cercano Oriente.
Algo que no fue poco. . .
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