Alonso de Ojeda
Es fama que, Alonso de Ojeda, llevó siempre consigo en el arzón de su montura la
imagen de la Virgen María.
Hombre valentísimo no era, según sus contemporáneos, "hombre de echar pié a tierra por
peligros de tierra ni de mar."
Hasta nosotros no ha llegado el blasón o escudo de armas de este conquistador.
Ignoramos si lo tuvo.
La honestidad y rigor con que hemos pretendido llevar
adelante nuestro trabajo, nos obliga a este reconocimiento, que somos los
primeros en lamentar.
Por eso, y habiendo como la hay, constancia de la costumbre de Ojeda de
ampararse siempre en la imagen de la Virgen, hemos timbrado un escudo con ésta,
lo que no quiere decir, ni muchísimo menos, y queremos que esto quede bien
claro, que fuera el suyo, si es que lo tuvo, ya que por más averiguaciones que
hemos realizado, nos ha sido imposible dar con él.
No obstante, como sea que la finalidad de estos trabajos, ha sido dar a conocer
la personalidad de los conquistadores de América, tan a menudo olvidada,
entendemos interesante fijar la atención en la biografía de este hombre, audaz
donde los hubiera.
Alonso de Ojeda (u Hojeda, porque hasta en eso existe la duda), nació en Cuenca,
en el año 1.468.
La historia de su vida comienza cuando pasó a América en el
segundo viaje de Cristóbal Colón.
Su juventud en España, nada importa, al no encontrarse en ella nada digno de
destacar.
Una vez en La Española, se dedicó a las exploraciones.
Por aquella época cierto cacique llamado Caonabo, venía haciendo una guerra
despiadada a los españoles, hasta el punto, que estos se las veían y deseaban
para hacer frente a los ataques de las huestes del caudillo indígena.
Era éste
perteneciente a la tribu de los caribes, la más belicosa del Nuevo Continente y
a la que más trabajo costó reducir.
Alonso de Ojeda se encargó de acabar con aquél peligro.
Merced a la astucia
consiguió apoderarse del irreductible cacique, con lo que llevó la paz a la
colonia.
Una paz, por cierto efímera y transitoria, porque la mujer de Caonobo,
llamada Ananacona, al cabo de muy poco tiempo, reanudó las hostilidades contra
los españoles.
Tuvo un triste final.
Capturada también, los colonizadores no se pararon en los
escrúpulos de que se tratara de una mujer y procedieron a ahorcarla, para
escarmiento de futuros levantiscos.
Es fama que Alonso de Ojeda no estuvo muy de acuerdo con esta decisión.
Pero eran los Colones, sobre todo Bartolomé, quienes mandaban en La Española y a su
autoridad no cabían las oposiciones.
Un tanto cansado, Alonso de Ojeda regresó a España a fin de obtener las
necesarias capitulaciones, que le autorizaran a explorar por su cuenta.
Obtuvo la licencia para armar una expedición por su cuenta, que partió del
Puerto de Santa María en Mayo del año 1.499 y en la que le acompañaban, como
socios en la empresa, el piloto Juan de la Cosa y Américo Vespucio.
Alonso de Ojeda y sus compañeros siguieron la ruta realizada por Colón en su
tercer viaje y todo indica, al parecer, que tocó tierra en lo que en la
actualidad es la Guayana, perteneciente hasta hace algunos años a Francia.
Exploró la isla de Trinidad, así como la isla de Santa Margarita, descubrió la
de Curagao, penetrando en el golfo de Maraciba, donde al ver los poblados que
estaban levantados sobre las aguas, le inspiró el nombre de Venezuela, es decir,
pequeña Venecia, y al llegar al Cabo de la Vela, emprendió el regreso a la
Española y de allí, a España.
No estuvo mucho tiempo en la patria; Ojeda no era hombre dado a la inactividad y
lo que deseaba era regresar cuanto antes a las nuevas tierras, para continuar
con sus exploraciones.
Solicitó de la Corona una nueva capitulación y con el título de Gobernador de
Caquevacoa, una tierra situada en el litoral venezolano, y teniendo como socio a
dos mercaderes sevillanos, Juan de Vergara y García de Ocampo que, fueron los
que pusieron el dinero destinado a pagar los gastos de la empresa, partió de
Cádiz en una nueva expedición.
Esto ocurría en el año 1.502.
Una vez en las Indias, entró en el golfo de Paria y trató de establecerse en el
puerto de Santa Cruz, pero la falta de botín hizo que brotara el descontento
entre sus gentes y, por si era poco, se encontró con la hostilidad de los
indígenas.
Todas estas circunstancias provocaron que sus socios Vergara y Ocampo le
destituyeran, llevándole en calidad de prisionero a La Española, donde fue
puesto en libertad y absuelto por el Consejo Real.
No podía ser de otro modo,
porque ni Vergara y Ocampo, tenían autoridad alguna para deponerle.
Esto únicamente podía hacerlo, si llegaba el caso, una autoridad superior, dada la
licencia de capitulaciones que, la Corona, había otorgado a Alonso de Ojeda.
En el año 1.508 recibió en La Española, su nombramiento como gobernador de Nueva
Andalucía.
Con este nombre, Nueva Andalucía, se designó desde los primeros tiempos de la
colonización española en el Nuevo Continente, a una extensa zona de tierras
situada en la parte oriental de Venezuela, correspondiente, aproximadamente, a
los actuales Estados de Sucre, Anzoátegui, Monagas, Bolívar, Delta Amalcuro,
Amazonas y las Guayanas.
Su definitiva conquista fue realizada por Diego Fernández de Serpa, a quien
Felipe II, nombró gobernador general en el año 1.568.
Alonso de Ojeda, partió en noviembre del año 1.509, con cuatro navíos y unos
doscientos hombres, entre ellos Juan de la Cosa y Francisco Pizarro.
En Cartagena fueron recibidos hostilmente por los indígenas y aunque estos
fueron derrotados, los españoles sufrieron muchas bajas, entre ellos la de Juan
de la Cosa.
En el golfo de Urabá, Alonso de Ojeda fundó la villa de San Sebastián en el año
1.510, pero no subsistió, si bien fue el germen para fundaciones posteriores.
Ojeda, a la vista de la extenuación de sus hombres, decidió el regreso a La
Española para conseguir refuerzos, pero una vez allí, ya no emprendió nuevas
expediciones, permaneciendo en dicho lugar hasta su muerte.
A Alonso de Ojeda, quizás le tocó la época que no le correspondía.
Era un hombre de espada y no un descubridor.
Las conquistas quedarían para más tarde, cuando
él ya no vivía.
A su compañeros les tocaría el linaje y la gloria.
Vasco Núñez de Balboa,
descubriendo el Océano Pacífico; Francisco Pizarro conquistando un fabuloso
país, el Perú, Francisco Pizarro que había sido su lugarteniente en la
desdichada fundación de San Sebastián, Hernán Cortés, que decía admirarle y que
ahora estaba en la conquista de Cuba, con Diego Velázquez y más tarde volvería
sólo para apoderarse del enorme imperio de los aztecas.
En La Española su vida se extinguió porque, aparte de la enfermedad, llevaba en
su cuerpo los restos del veneno de una flecha indígena emponzoñada.
Sus últimos años los pasó con sus amigos los frailes del convento de San
Francisco.
En su penuria y absoluta miseria, los frailes le invitaban numerosas veces a que
comiera con ellos, escudando su compasión hacia aquel hombre, con el pretexto,
de que las ocasiones eran buenas para que les narrara sus pasadas aventuras.
Se dice y parece cierto que quiso hacerse fraile.
Pasaba los días enteros en el
convento, unas veces rezando en la iglesia, otras paseando por el claustro,
quizás recordando otros días, en los que recorría las selvas venezolanas, con la
espada desnuda en la mano o cabalgando, llevando siempre la estampa de la Virgen
María en el arzón de su caballo.
Cuando se sintió próximo a la muerte, Alonso de Ojeda, hizo saber a sus amigos
los frailes sus últimos deseos.
Los hermanos franciscanos debían cumplir con
exactitud sus últimas peticiones.
Nada de losas con sus títulos, quería que una
simple losa de piedra sin más grabados que su nombre, constituyera el techo de
su sepultura.
Que su cuerpo fuera enterrado en la puerta de la iglesia de San
Francisco para que todo el mundo entrara en el templo, pisándola, como humilde
expiación de su pasado orgullo: "Para que todos decía en el papel que
constituyó su testamento los que entren en la iglesia, grandes o pequeños, se
vean obligados a pisar los restos de este gran pecador".
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