CISTER
Fue San Benito, nacido de padres ricos, el
reformador de la vida solitaria, ascética y
contemplativa quien instauró las bases para que la
Orden del Cister naciera y alcanzara su máximo
esplendor gracias a un simple monje llamado Bernardo
de Claraval.
Escudo cuartelado: primero y cuarto, en azur,
tres flores de lis de oro; segundo y tercero, en
plata, una cruz latina de gules. Bordura de gules
con ocho estrellas de ocho puntas, de plata.
La Orden del Cister
Fue San Benito uno de los hombres de más valer en su siglo.
Nació en Norsia, en
la Umbría, Ducado de Spoleto, en el año 480 y murió en el Monasterio de Monte
Casino en el 543. Fue el reformador de la vida solitaria, ascética y
contemplativa.
Cuatro siglos de existencia habían bastado para corromperla, desnaturalizando la
intención de los primeros santos fundadores.
Dividido en tres clases ninguna
estaba libre de la relajación de costumbres y amenazaba con destruir lo que los
primeros padres habían denominado como la Religión de Jesucristo.
La vida y
costumbres de los ermitaños había llegado a un punto tal de licencia y
desenfreno que pedía urgentes medidas.
El mundo pedía una reforma, San Benito
fue el encargado de llevarla a cabo.
Nacido de padres ricos amó la humildad y la
pobreza desde sus primeros tiempos.
A las altas dignidades de la Iglesia
prefería la soledad del desierto.
Después de tres años de absoluto retiro
comenzó su predicación y al poco tiempo ya tenía once casas a las cuales dio
regla, reformando las antiguas y reuniendo a la vida cenobítica multitud de
anacoretas y ermitaños vagabundos que hasta entonces no habían hecho nada bueno,
esparcidos como ladrones y salteadores por las fragosidades de los montes.
Establecida la Orden determinó el futuro santo trabajar con más ardor en la
conversión de los gentiles.
Acertando a pasar cierto día por un monte cercano a
Nápoles reparó en un edificio cuyos vestigios habían sido en otros tiempos un
templo idólatra y vio con horror que aquellas ruinas abrigaban aún divinidades
del mundo gentilicio a las cuales rendían culto los ignorantes vecinos de tan
pobre comarca.
Indignado, derribó los ídolos y tanta fuerza puso en sus palabras
que tardó muy poco en convertir a aquellas gentes a la Verdadera Fe.
En poco
tiempo, con ayuda de los antiguos paganos y de gente mucho más principal elevó
un magnifico templo que dedicó a Dios y a su Regla.
Tal fue el comienzo de la
famosa abadía de Monte Casino, conocida en toda Europa por ser la casa matriz de
la Orden benedictina.
Los príncipes lombardos la enriquecieron hasta un grado
increíble.
Pero en el año 884, el edificio sufrió su primera gran destrucción
durante la invasión de los sarracenos.
Fue reedificado después para,
transcurridos los siglos, quedar nuevamente casi convertido en ruinas en uno de
los episodios más tristes de la II Guerra Mundial al haberse atrincherado los
soldados alemanes en la abadía resistiendo los ataques de las tropas aliadas,
inglesas, polacas, francesas y norteamericanas.
En un lugarejo de Francia, a dos leguas de Nuits, llamado Citeaux, en español
Gister, allá por el año 1.009, un abad llamado Roberto que dirigía el monasterio
de Molesmo en Francia, huyendo de sus monjes con los que había reñido, fundó,
auxiliado por los señores de la vecindad, otro monasterio al que dio el nombre
del pueblo donde la erección tuvo lugar.
Tal fue el origen de la Orden del
Cister, cuyo incontrolable poder en los siglos XII, XIII y XIV atestiguan las
crónicas e historias de todos los reinos de Europa.
La Orden del Cister, alcanzó su máximo esplendor gracias a un simple monje
llamado Bernardo de Claraval, el mismo que alcanzara la dignidad de santo.
Hijo
de una noble familia su vocación a la vida monástica fue tal, que venciendo
todas las resistencias, convenció a sus hermanos, a otros parientes más lejanos
y hasta a su propio padre, ya viudo, para que se decidieran a acompañarle.
Tal
era su elocuencia que se decía que las esposas ocultaban a sus maridos pues en
libertad no los creían seguros una vez que Bernardo tomaba la palabra.
Baste
decir que su hermana, casada con un opulento gran señor, resistió durante dos
años consecutivos la persuasión, pero al fin, vencida, se retiró a un monasterio
a hacer vida ejemplar.
Con sus propias manos y las de sus allegados edificó el
monasterio de Claraval del cual fue su primer abad.
A la muerte del Papa
Honorio, los cardenales eligieron otro Papa sin haber publicado antes la vacante
ni convocado en forma el Sacro Colegio.
Como esto sucediera en el monasterio
donde murió Honorio, los cardenales que habían quedado en Roma tan pronto se
enteraron de aquellas nuevas decidieron elegir otro Papa y la elección fue a
caer en un judío converso poseedor de grandes riquezas, pero de raza maldita,
según la opinión de aquella época.
Se llamaba León y tomó el nombre de Anacleto
y así el Pontificado quedó repartido entre dos Papas, Inocencio II, el primero y
Anacleto el segundo.
El cisma lo resolvió el rey de Francia convocando una
asamblea de obispos y señores feudales en la cual San Bernardo defendió con tal
elocuencia los derechos de Inocencio que la decisión fue de que este quedara en
la silla apostólica, declarando ilegal a Anacleto.
A partir de aquel momento el
verdadero Papa fue San Bernardo, el hombre más poderoso del mundo.
Cuando murió, el Cister era poderosísimo, personificando la civilización y el
progreso, a sus monasterios y abadías acudían los hombres ilustrados que
deseaban ampliar sus conocimientos.
Los abades de sus monasterios se oponían a
los abusos de los señores feudales e incluso se atrevían a enfrentarse a los
reyes cuando estos cometían algún desafuero contra sus vasallos.
El Cister
representó la causa de la libertad humana y el progreso ante el oscurantismo
propio de la época.
Mediaban en los litigios, buscando siempre la justicia en
sus fallos no dejándose dominar por la imposición del poderoso y colocándose
siempre al lado del débil.
Impedían las querellas entre las familias y las
guerras entre los reinos.
Abrían las puertas de los asilos inviolables de sus
claustros a los perseguidos no por la injusticia, sino por la tiranía.
Sus
casas, abadías y monasterios fueron siempre verdaderos templos de la igualdad en
donde con idéntico respeto se trataba al villano que al prócer, se daba de comer
al hambriento y se enseñaba a leer al ignorante.
En sus bibliotecas se
encontraba guardado un verdadero tesoro del saber humano, los antiguos textos
griegos y romanos, los tratados de todas las Ciencias que servían de base para
recordar la memoria perdida de lejanas civilizaciones.
La capital moral de aquel
mundo tan moral y benéfico era el convento del Cister del cual dependían los
cuatro monasterios más famosos, Firmitate, Ponrtigniano, Claraval y Morimundo,
así como las numerosas abadías, cuyo número era infinito.
El abad del Cister era
una especie de Pontífice que regía aquella vasta iglesia enclavada en todos los
lugares del mundo.
Basta decir que llegó a contar con más de dos mil religiosos
y otras tantas religiosas.
El abad era el general de la Orden, debiéndole los
monjes respeto y obediencia.
Tenía derecho al lugar de preferencia en todos los
monasterios.
Asumía las jurisdicciones locales.
Presidía el Capítulo general
instituido para resolver acerca de las cuestiones generales.
La institución
estaba sujeta a una Ley fundamental que se llamaba Carta Charitaris.
El objeto
de esta ley fue unir a todos los monasterios e introducir en la Orden
cisterciense el mismo gobierno que Cristo dispuso para su Iglesia.
Si esta tenía
su cabeza y el Papa era el padre común de los fieles, el Cister la tenía también
y su abad era el padre de todos los monjes.
La Iglesia tenía cuatro patriarcas,
el Cister cuatro monasterios patriarcales, los abades correspondían a los
arzobispos y los abades locales a los obispos.
Así el Cister, con su
organización completa, con su Ley fundamental y con su institución tenía cuantos
fundamentos sirven para hacer fuerte y vigorosa una asociación humana:
Fuerza,
influencia y riquezas.
Más, con las mudanzas del tiempo, el Cister fue perdiendo las tres cosas. Hoy
sus enseñanzas perduran a través de las actuales Órdenes Benedictinas.
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